Las cadenas de la libertad

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Eran los soles muertos que acompañaban la época de la peste y los cielos negros. Los gritos se consumían en el turbio adiós de la noche perpetua, esa que acontecía bajo la legión de las almas en pena, las que rondaban los toscos valles dormidos bajo la represión, bajo esa libertad arrebatada que se difuminaba en los recuerdos sepultados en el olvido de las mentes discordes.

Los hombres iban y venían acostumbrados a dormir en las sucias mazmorras, Elnort, se cautivaba solo con presenciar como aquella gente podía seguir el curso natural de sus vidas en situaciones tan adversas. Ninguno solía decir nada, se mantenían en silencio, hablando entre miradas, precipitados al miedo.

Las  luchas antiguas resonaban en el monte del cautiverio, en esas cabezas vacías que ya no debían recordar otros tiempos, que debían mirar el porvenir y agradecer la enorme dicha de permanecer con vida. Muchos de ellos se acobijaban en la suerte que tenían por conservarse como unas sombras disonantes que ya no vivían, o al menos, eso pensaban. Regocijados en su vanidad, apaciguados por conservar esa mísera existencia a la que se aferraban en busca de piedad.

Elnort debía levantarse y ayudar con las tareas del día, estaba agotado, la carga terrible de esas viejas piedras le dejaba un dolor punzante en la espalda.

-Si los amos observaran vuestra pereza, de seguro tendrías la cadena al cuello – Interrumpió una voz a sus espaldas.

Hada se dejó caer a su lado, llevaba el cabello enmarañado a la espalda y la vieja falda agujereada. No es que fuese precisamente cuidadosa, al contrario, con todo el gusto llevaría pantalones y peto, era un raro espécimen que se mantenía en un extraño salvajismo que él rara vez conseguía entender. Sin embargo, ella parecía ser la única racional de quienes habitaban allí, al menos no se sometía a los castigos que los amos imponían y eso le costaba un par de latigazos cada dos o tres días.

-Tampoco es que seáis de mucha ayuda – Replicó él frotándose los ojos cansados – Llevas las manos sucias, ¿dónde has estado?

-Buscando en el bosque.

Era una de las extrañas costumbres de la chica. Se mantenía largos ratos en el bosque, escondida en la espesura, como si esperara una salvación que fuese a venir desde allí.

Lo cierto era que su pueblo se encontraba esclavizado bajo el eterno mandato del rey del norte. El monte de las espadas, en algún momento había sido una tierra libre, pero él no recordaba aquella época distinta en la que los hombres obedecían a sus principios y no a las órdenes de soldados extranjeros.

Cuando la guerra estalló, Elnort solo era un crío, había perdido a su padre y su madre, para verse en la torpe necesidad de aprender a sobrevivir con el despojo que quedaba tras las largas y cruentas batallas.

Entonces el sol se apagó, y con las sombras llegaron los amos. Hombres orgullosos, vestidos de vanidad que se enaltecían en una gloria suprema que solo ellos conocían. Habían recorrido el mundo conquistando cada pueblo a su paso, y el monte de las espadas no era la excepción.

Hada había perdido más que él. Era una mujer, y según lo que él pensaba, se debía encontrar al borde de la locura. Pese a su forma de actuar parecía que alguna vez había sido civilizada. Por su manera de pensar, de caminar y muchas veces hasta de hablar, le hacía intuir que Hada no siempre había vivido en estado salvaje.

-Tengo un plan – Manifestó ella cortando sus pensamientos de pronto – Para destruir a los amos – una risita infantil cruzó sus labios.

-¿Cómo que tienes un plan? Hada volverás a ganarte un buen azote – Le recriminó él recordando la espalda de la chica la última vez que fue castigada, aquellas marcas le quedarían de por vida, pero una nueva golpiza podría llevarla al hades si continuaba con esos actos que pretendían rebeldía – ¿Recuerdas la última vez cuanto tiempo estuviste tendida? Semanas – Le recordó esperando que ella se diera por vencida de una vez.

Pero Hada lo miró encolerizada. Simplemente parecía no resignarse, y él no podía decírselo de otra manera. Todos los que habían intentado alzarse habían muerto, yacían ante las puertas del olvido sin conseguir ni gloria ni libertad.

-Te digo que he encontrado la manera de liberarnos y tú en lo único que piensas es en tu miedo ¿Realmente eres incapaz de ver más allá de todo esto? – Le espetó ella con un brillo desquiciado en la mirada.

Pero él no podía darle la razón, en el fondo de su alma, quería a Hada, porque toda ella era libertad, rebeldía y obstinación. Pero así como la quería, no estaba dispuesto a que se entregara voluntariamente a la ira de los amos, y bien sabía que estos ya estaban bastante disgustados con la impetuosidad de la chica.

-¡Sois un cobarde! Y yo que pensé que en este pueblo dormían héroes…

Se marchó convencida de que  Elnort solo podía juzgarla y atarla para robarle los sueños que aún le quedaban.

Pero él no pretendía mantenerla más cautiva de lo que ya se mantenía, solo quería ayudarla a aceptar la realidad que los rodeaba y mantenía prisioneros. El mundo no era lo que él había imaginado y desde luego no era lo que Hada esperaba.

Un par de días transcurrieron con la calma y la frecuencia cotidiana. Hada no apareció, se había internado en el bosque y desde entonces nadie había vuelto a verla.

Elnort no tenía tiempo para buscarla. Con la llegada de los amos, se preparaba una pequeña fiesta en su honor, y eran ellos, los condenados, quienes se encargaban de disponer el encuentro. El ejército volvía para rendir honores a sus señores, y si todo marchaba como solía hacerlo, aquella noche se practicarían un gran sacrificio.

En el pueblo se sentía el miedo, la inquietud palpitaba entre las venas de sus gentes, como un mal marchito que acostumbraba a rondar por esas calles de muerte. Nadie quería ser escogido, el final ante ese gusto que los amos profesaban, no solía atraer nada bueno. Tal vez no fuese del todo malo que Hada hubiese desaparecido, al menos así no tendrían excusa para apresarla.

Con la noche, llegó el murmullo y los cánticos de honor. Los amos se posaban en su palestra convencidos de su magnificencia, del apoyo de un pueblo convicto a las cenizas. Las rodillas se postraron en el piso, a la espera de la sangre que correría como los ríos, a la inclemencia y la condena de los pueblos oprimidos.

Dos jóvenes eran forzadas a mantenerse en pie, con vestidos que relucían sobre su piel inmaculada, en la etérea  juventud que de pronto les era arrebatada.

El verdugo caminó bajo el peso de los tambores, sin mirar a esa gente que lloraba el dolor de la libertad ansiada, a esa gente que se mantenía cauta, confinados a la desidia, a la vida sin luz que se les desterraba.

Y un rugido quebró el aire, un rugido seco que se levantó ante el viento. Entonces las sombras se deshicieron, y las zarpas aullaron en el metódico silencio. Entre la bruma, subida a la muralla que separaba sus mundos, se encontraba Hada, con los brazos extendidos y el rostro reluciendo. Tras  ella una enorme criatura se alzaba.

El cuerpo se movía con la prisa de las serpientes, mientras las enormes zarpas relucían ante la escasa luz de las antorchas. Sus ojos eran diminutas rendijas de fuego, se movía con fuerza, con ferocidad,  con los grandes colmillos amenazando, con el rugido contenido en su pecho.

Una sonrisa se dibujó en los labios de ella, y cuando el aliento les faltaba, la criatura se abalanzó sobre el ejército y los amos. Hada se mantenía a la vista, con el cabello ondeando, finalmente era una heroína, una guerrera valiente que no había sucumbido ante los deseos ajenos que la obligaban a mantenerse en la distancia. Era una luchadora como esas que había soñado, y obtenía el tesoro más grande que podría imaginar, no necesita coronas, oro ni adoración, ahora traía la libertad a su gente, a esa gente sin pasado, para devolverles la vida que se les había quitado.  Desterraba las cadenas devolviendo la libertad a esas almas afligidas que ya no podían volar, que no conseguían soñar.

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