Libertad aclamada

dania

Los sueños cobraban las realidades difusas de muchas de las jóvenes que vagaban en el añejado castillo. Por el día, los miedos apaciguados se rendían a los falsos tributos y las reverencias forzadas a las que eran sometidas. Como esclavas, llevaban la vida de gente sin rostro, en falsas apariencias, destinadas a un mundo exánime que destilaba la turbia realidad a la que esos fríos corazones de piedra se aferraban.

Todas habían crecido en el orfanato, lejos del mundo, dispuestas a las órdenes estrictas de las superioras. Un par de mujeres duras de rancio carácter que rara vez se sentían complacidas con el comportamiento de las jóvenes. Tenían una moral extremista, y por ello no se permitían las visitas. El viejo palacete hacía las veces de prisión, cuya única salida, solía ser de la mano de un elegante caballero dispuesto a pagar un prudente precio.

Las esquinas sonreían aferradas a los vagos recuerdos de una niñez olvidada. Toda la vida de Dania, había transcurrido entre los muros del gastado edificio. No conocía mayor familia que las jóvenes que la acompañaban, y muchas de ellas, iban y venían, como joyas subastadas cuya estancia podía ser o muy bien corta o un tanto larga y amarga.

La suya era una estadía que parecía infinita. Detestaba la vida a la que se veía sometida,  y a pesar de no conocer nada más que aquellos días de encierro, el espíritu que acobijaba en su interior solía susurrar que afuera había más que la mísera existencia a la que estaba sometida.

Pero eso no podía ser cierto. Porque cada cierto tiempo, recibían las visitas de pomposos caballeros, viejos con adornos de oro intentando vanagloriarse del dinero, para así restar importancia a sus feos caretos. Entonces todas eran llevadas al gran salón, se cambiaban sus túnicas sencillas por unos vestidos rancios con adornos de terciopelo.

Hacían fila y estos hombres tanteaban a su gusto, la que fuese de su agrado, era entregada como un tributo, voluntariamente recogía las escasas pertenencias, que en muchos casos era ninguna, y se marchaban felizmente a una vida de señora.

Pero Dania no había conocido la dicha que muchas de sus compañeras poseían.

-Han venido un par de caballeros del norte dispuestos a buscar esposa – Susurró una de ellas con la emoción y la expectativa.

Todas corrieron a los espejos, se trenzaban el cabello y buscaban embellecer aquellos rostros pálidos a los que nunca alcanzaba el sol. Lo cierto era que hacía ya mucho tiempo desde que la última de sus compañeras había sido elegida, y Dania, no tenía muchas ganas de pretender ser refinada con modales elegantes.

-¡Dania! – Gritó una de las superioras que acababa de llegar a las habitaciones – Debéis estar impecables para esta noche, habrá una fiesta y caballeros dispuestos a buscar una mujer – Decía esto casi orgullosa – He traído algunos vestidos nuevos para que podáis realzar vuestra finura.

Ninguna de ellas era realmente hermosa. Comían poco y al estar encerradas era evidente que no gozaban de una salud rebosante, eso sin mencionar el escaso intelecto que poseían, sus cabezas se encontraban o llenas de flores y pretensiones hermosas o simplemente vacías.

Dania se arregló con poco esfuerzo. No pretendía abandonar el castillo de la mano de un hombre, tampoco esperaba estar muerta para poder apreciar  los dones de la libertad. Y mientras más se detenía a pensar, acariciaba la idea de una distracción que pudiese librarla del castigo inmerecido en el que se hallaba.

La noche llegó, con la música lenta que entonaba desde el pequeño salón amortiguando el aire frío que soplaba en los jardines. Avanzaron en fila, aventurándose en las luces difusas hasta posarse ante un mar de hombres que esperaban ansiosamente como el cazador que se oculta en el bosque.

Sonreían, todas ellas iban con los labios rojos dibujando y regalando sonrisas. Pero Dania no podía entregarse a una ceremonia parecida a una  distopía en la que las vendían como el ganado. Eran sus almas oprimidas las que ya no luchaban, se entregaban con paciencia a un destino que habían elegido para ellas.

Pero ella no estaba destinada a esperar con paciencia. Se sentó al fondo del salón, oculta entre faldas anchas, entre encajes, sedas y sonrisas falsas. Se limitaba a pensar ¿de dónde podrían venir? ¿Por qué acudían allí en busca de una buena esposa? ¿Es que en el mundo de afuera no existían otras mujeres que los aceptaran? Y si se detenía a observar bien podía sentir el asco subiendo por su garganta.

Hombres repugnantes que con poco ímpetu las invitaban a bailar, y ellas, muy contentas y agradecidas, reían  pestañeando y derrochando una dulzura que no sabían que poseían.

-No os veo muy convencida de ir a buscar un pretendiente que os convierta en señora – Susurró una voz muy cerca de ella.

Era un hombre, no tendría más de treinta y tantos años, y sin embargo permanecía allí, de pie, sin detenerse a mirar mucho. Lo ignoró, desde luego no pretendía hacerse con un interesado, y mantener conversaciones tampoco era su punto fuerte.

-Me refiero al hecho de que vuestras compañeras parecen ciervos a la espera de la flecha, y con tantos cazadores, muchas de ellas podrían verse libres esta noche – Prosiguió él mientras se sentaba a su lado.

-No pretendo cambiar una prisión por otra…

Replicó cortante, cosa que pareció divertirle.

-Ahora, le sugiero que se marche y busque una joven digna de su atención.

Pero él no se movió, continuó a su lado con expresión solemne.

-No he venido en busca de una esposa. Ese de allí – Señaló a un hombre joven de enorme panza y rostro pálido – Es mi primo, tiene problemas para dirigirle la palabra a quienes no llevan pantalones, así que hemos venido aquí en busca de una alternativa. Se hace viejo, y necesita un heredero.

-Así que viene en busca de una vaca fértil que asegure su descendencia. Incomprensiblemente – Replicó – siento pena por su primo.

-Soy Dante.

Lo ignoró y él pareció divertido, poco dispuesto a hablar. Un par de chicas pasaron por su lado y se dedicaron a sonreírle con dulzura.

-¡Hable con ellas! – Lo instó Dania deseosa de librarse de su presencia. Esperaba dirigir la atención hasta otro lado, necesitaba pasar desapercibida y Dante lo estaba arruinando.

Ella se excusó dispuesta a perderse entre los bailes. Veía a muchas de sus compañeras danzar alegremente en medio de giros y risas. Las superioras hablaban animosamente con un par de caballeros y el resto del mundo parecía reducirse a ese momento.

Se acercó hasta la puerta y se perdió en medio del bullicio para acceder a los pasillos negros que pronto la recibirían.

El mutismo absoluto le dio la bienvenida, y por primera vez sintió la esperanza de poder marcharse. Caminó a tientas, y cuando alcanzó el recibidor, una figura negra apareció. A simple vista no lo reconoció, pero cuando la luz le dio, pudo percatarse de que Dante le cerraba el paso.

-Querida, desde que os vi supe que queríais marcharos. Ahora, sintiendo pena he accedido a liberaros – Y sin más palabras abrió la puerta que durante toda su vida la había mantenido escondida.

Lo miró confundida, poco dispuesta a creerle, pero escuchó voces en el pasillo y decidió entregarse a la niebla. Corrió tanto que no le quedaba aire en el pecho, y cuando pudo aminorar la marcha, se apreció libre. Finalmente poseía aquello que nunca había conocido, aquello que decían no se alcanzaba hasta que te casaras.

 Allí estaba ella, reducida a los huesos, con una sonrisa que por primera vez era sincera, Dania iba a vivir el mundo a su manera, a recorrerlo a buscar la aventura que por tantos años había añorado. Se alejaba de su prisión dispuesta a recuperar la libertad que nunca había presenciado, a sentirla y a vivirla.

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