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La lluvia caía con la furia de cientos de guerras contenidas. La ciudad ardía, en un veloz encuentro las lágrimas se consumían en el silencio, mientras la multitud corría, como si la única salida fuese la terrible escapatoria, perseguidos por sus miedos, atrapados en el misterio.

Las sombras se perfilaban en el ocaso de la muerte. En ese repentino instante en el que la oscuridad había inundado el mundo, en el que el lamento se extendía como un largo aullido. Como un augurio terrible, condenado a la bruma que se dilataba, ofuscando los aletargados silencios extendidos a su suerte.

Cirdán corría como si el mundo dependiera de ello. Podía escuchar los gritos, podía sumirse en el horror que de la nada había condenado a un pueblo. ¿De dónde habían salidos aquellos seres oscuros carentes de humanidad? No lo sabía, aquella incógnita se perfilaba como un enigma al que nunca encontrarían respuesta. No poseían mayor naturaleza que la de sembrar la muerte.

Los deseos que se agolpaban en esas almas desprovistas de vida, cuando ya nada tenían por perder, aún más se regocijaban en su libertad, en esas almas vacías que se escondían  en la oscuridad.

El caos se diseminaba como una brecha de fuego extenso. Seguir leyendo

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El clamor inundaba aquellos bosques negros acobijados por la  bruma y el silencio. El dolor se manifestaba en sus pechos aguerridos, esos que poco antes carecían de humanidad, convertidos en piedra, se abandonaban a la gloria eterna. Ahora se consumían en la tortura ajena de lo inaudito, navegando entre las aguas de la muerte, a la espera eterna de entregarse a la condena que con ímpetu les espera.

Eran noches serenas que auguraban los males rotundos que se aproximaban. Dania, observaba el desierto helado desbordado por una amplia luna pálida.

Los hombres se desplegaban en toda la ladera sur, convirtiendo el campamento en una plaza turbia de las bajas ciudades que solían saquear. Cualquiera que se detuviese a observarlos podría pensar que eran heroicos caballeros pertenecientes a un ejército real, cuando no eran menos que una legión desterrada que se dedicaba a robar.

-Mi señora – Anunció un hombre de armadura reluciente – Os esperan.

Dania asintió y se dedicó a seguir el paso del comandante. Aquella noche tocaba reunión con el consejo, una reunión larga que probablemente se extendería hasta poco antes del amanecer. Habría gritos, amenazas y maldiciones.

En la carpa aguardaban una docena de hombres y mujeres, todos ellos guerreros de una intachable reputación, dispuestos a marchar hasta el fin del mundo con tal de ganar una guerra.

-¡Hay que atacar! – Gritó Ganthea ofreciendo un golpe seco contra la mesa – Esta vez todo ha ido demasiado lejos, debemos dejarnos de tonterías y acudir con el acero… Seguir leyendo

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Los años olvidados arremetían contra una búsqueda desesperada. El mundo había detenido su paso en un intento mágico por ayudar a propiciar ese repentino encuentro anhelado, pero las fuerzas, sublimes y poco entusiastas, se negaban a precipitarse ante tal reunión, se sumían en un tormento de esfuerzos entredichos, por evitar esa llegada, por retrasar ese momento.

Un surco profundo había agrietado la tierra. El nacimiento de la sangre había fraccionado aquellos mares terribles. En un súbito momento el cielo había llorado sobre el dolor de la ceniza y las piedras, así el mundo se dividía en dos separado por un ancho mar.

Eris había sido testigo de como la vida estallaba en miles de pedazos ante sus ojos inmortales. La eternidad le tendía un puente hacia la perdición, hacia ese fatídico final en el que nunca se encontraría con Mulrod.

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El mundo se sumergía en la penumbra incierta de la muerte. El sol había dado paso a una ligera luz rojiza que teñía de sangre el poco apreciado cielo lúgubre. Mientras los soplos acontecían en un mañana sin libertad, de ansias rotas, de luchas perdidas.

El asedio había durado lo que un pequeño respiro. Ahora se convertía en una prisión, en una masacre ciega en la que los pocos sobrevivientes, se aferraban con las uñas a la vida, a defender la olvidada ciudad.

Nailah se estrechaba cada vez más a la tosca muralla en ruinas. Sus ojos divisaban las calles desiertas, acobijadas por centenares de cadáveres con los ojos al cielo. Durante días, se dedicó a mirar inciertamente la frontera, a la espera de esa ayuda prometida que con tanta necesidad aguardaban.

Pero la ayuda nunca llegó. Los estandartes del enemigo se delineaban sobre un lienzo de fuego, un lienzo de muerte en el que sus hombres eran los que pagaban el precio de la traición.

Aún no podía mirar a los ojos de sus combatientes, el hambre había desgarrado aquella fortaleza, el temple se desdibujaba en los rostros pálidos que ansiaban una respuesta. Seguir leyendo

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Los sueños mortales acaecían como las profundas pesadillas del hijo de la noche, esas que mecían el vigor de días anteriores, de noches rotundas y pesarosas. El júbilo maltrecho acompasaba sus tenues corazones, aquellos que se doblaban ante el ímpetu de lo desconocido, de lo lejano.  En tanto la diosa dormitaba, mecida en el pleno silencio de la oscuridad, a la espera implacable del terrible despertar.

El mundo apaciguaba los miedos potentes que nacían de la oscuridad. Eran días grises, barridos por las lágrimas, noches tenues en las que la vida amenazaba con dejar de ser vida.

La diosa dormida escuchaba el llanto constante que atormentaba su profunda paz. Aquellos hombres y mujeres no le permitían conservar una existencia tranquila, no era deber de ella entrometerse en asuntos mundanos que requerían de las vagas presencias de dioses crueles.

Agaath se encontraba condenada a una vida miserable sin final. Una, en la que no conocía los placeres mortales, no conocía más que los sueños rotundos que amenazaban a la terrible humanidad mientras reposaban en el pequeño mundo.

La inmensidad sumergía sus recuerdos leves, pertenecientes a un pasado que  ya no alcanzaba a ver, miles de años y el destierro, habían cavados surcos profundos en su ser. Seguir leyendo

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El polvo enterraba los vagos rincones de un nuevo mundo. La noche indomable se perfilaba en el ancho cielo como el fin de los terribles años de miedo. Los hombres rugían ante una lluvia de estrellas, una que despertaba los temores dormidos que en la soledad morían apaciguados al silencio, en tanto que otros tantos, se convidaban al inhóspito instante en el que la vida volvía a ser vida.

Cinco guerreros apostaban la nada en un juego de cartas. Era una de esas mañanas rutinarias en las que el imperceptible eco de sus palabras, se fundía en los gritos que agolpaban sus gargantas.

El señor de las moscas los tomó por sorpresa, llevaba la espada al cinto aunque nunca la necesitara, miró los restos de legión que aún conservaba. Un manco, un mudo y tres completos buenos para nada, podía desterrarlos al olvido e intentar hacerse con un verdadero ejército, pero no. Era un capitán, un hombre de palabra, y aunque aquellos hombres a simple vista parecían unos inútiles, él no podría confiar su vida a nadie más.

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Los témpanos de hielo caían en la perversidad de su adiós. Eran días frágiles y sublimes, cargados por el terrible llanto de los cuervos, de esas alas negras con olor a fétida muerte, de esos misterios aletargados en la caída de un imperio.

El invierno acontecía en la maravilla de un mundo dorado. Las aguas, casi heladas, corrían con el ímpetu de tiempos mejores, de los nuevos amaneceres y las místicas canciones de guerra. Pero de eso hacía mucho ya, estos tiempos se convertían en una era nueva, en el despertar de una legión olvidada, de hombres libres que perecían al calor de la vaga luna, en tanto que otros se adormecían bajo el cantar de las tenues promesas.

Aerio poseía esa vitalidad tan asidua que ya no se veía. Cabalgaba a lomos de una yegua envejecida, con pocas o ninguna pertenencia, con el vago temor a lo desconocido. Aun recordaba la batalla, esa indolente y clamada guerra, había nacido para la muerte, para servir a su noble rey.

La promesa del pasado viajaba como una innoble cualidad que le perseguía,  lo mantenía al acecho. Los años, tras el terrible declive del imperio, supusieron un desgaste a su vigoroso cuerpo. Consumido entre la bruma y los miedos, el joven guerrero se acostumbró a la soledad, a ese fragmento inexplicable que aún en sus mejores días, se esforzaba por conservar.

La yegua se echó sobre la hierba negándose a dar un paso más.

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Las montañas que susurran

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Los mares rugían con el ímpetu de los años arrebatados. El sol se escondía entre la noche turbia, esa que adormecía las tibias colinas de la luz, en las que habitaban los elfos salvajes de los ríos del ayer, que teñía de oro los vastos misterios que acontecían con la llegada de un nuevo amanecer.

El encierro se consumía en el silencio de la cotidianidad de los días. En la oscura prisión, una brecha diminuta abría paso a la luz del sol, ese preciado rayo al que Thia se aferraba. El frío consistía en los miedos rutinarios que con absoluta frecuencia se tomaban la molestia de acosarla. Y cuando la noche llegaba, el terror la sumía en la oscuridad rotunda, en esa niebla maldita que rodeaba su cuerpo hasta llevarla a la locura.

Entonces despertaba con las manos temblando y las muñecas destrozadas, el sentido solía abandonarla, y desde allí, nada alcanzaba a recordar. Thia era la encadenada del dueño del tiempo, ese hombre vil que creyendo poseer el dominio del todo, se aferró a las intenciones por condenar a la madre de todos los elfos, alejándola de las colinas de la luz, desterrándola al miedo rotundo, jurando tomar la venganza perpetua.

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