
Los témpanos de hielo caían en la perversidad de su adiós. Eran días frágiles y sublimes, cargados por el terrible llanto de los cuervos, de esas alas negras con olor a fétida muerte, de esos misterios aletargados en la caída de un imperio.
El invierno acontecía en la maravilla de un mundo dorado. Las aguas, casi heladas, corrían con el ímpetu de tiempos mejores, de los nuevos amaneceres y las místicas canciones de guerra. Pero de eso hacía mucho ya, estos tiempos se convertían en una era nueva, en el despertar de una legión olvidada, de hombres libres que perecían al calor de la vaga luna, en tanto que otros se adormecían bajo el cantar de las tenues promesas.
Aerio poseía esa vitalidad tan asidua que ya no se veía. Cabalgaba a lomos de una yegua envejecida, con pocas o ninguna pertenencia, con el vago temor a lo desconocido. Aun recordaba la batalla, esa indolente y clamada guerra, había nacido para la muerte, para servir a su noble rey.
La promesa del pasado viajaba como una innoble cualidad que le perseguía, lo mantenía al acecho. Los años, tras el terrible declive del imperio, supusieron un desgaste a su vigoroso cuerpo. Consumido entre la bruma y los miedos, el joven guerrero se acostumbró a la soledad, a ese fragmento inexplicable que aún en sus mejores días, se esforzaba por conservar.
La yegua se echó sobre la hierba negándose a dar un paso más.
Seguir leyendo →